miércoles, 23 de diciembre de 2009

Monólogo entre la vaca y el moribundo -V-

Llevado por la impresionante secuela de la nada leo los periódicos con distancia y sobriedad. Argentina se hunde junto con toda América Latina, ayer estuve mirando la tele y conté cuatrocientas muertes violentas en algunas películas y dos o tres espacios de noticias.

Hoy me vanaglorio de haber escrito en toda mi vida algunos versos y, eso, hoy me conforma. Mañana, tal vez, con la excitación de un día pleno de trabajo, vuelva a pensar en el Nobel.

Ella me leyó unas páginas donde Faulkner pensaba que su obra permanecería inédita y que en todo caso nadie la leería. Que sus libros se vendieran fue su única preocupación durante más de 15 años. Después tuvo otras preocupaciones, pero ya, sus libros, se vendían.

Cuando era joven, muy joven, 16, 17 años, caminaba, mis cabellos al viento, por los rosedales de Palermo, en mi ciudad natal y me entretenía pensando en lo que sería cuando fuera grande. A los 17 años era un pequeño atleta y lo que más me placía era verme aviador. Aviones de lujo, trajes de etiqueta, grandes titulares en los periódicos de aquellos actos sencillos de mi aprendizaje, que eran vividos por el resto de los ciudadanos como grandes proezas.

Poeta, eso me gustaba bastante, yo me lo imaginaba todo en Grecia y todo a mi favor. En esas fantasías siempre había miles de esclavos y mujeres que hacían posible con su trabajo y con su amor, la bella poesía que brotaba pura de toda determinación, sencilla, de mis labios.

Por ser poeta, en dos oportunidades arriesgué mi vida.

Una vez fue en los bajos fondos de París, otra vez, en un viejo palacio medieval encajado en el corazón de la selva amazónica.

En París demostré que la carne no existe y en la selva demostré que el corazón de la manzana, hace siglos, que está podrido.

Fui condenado a morir desnudo en medio de la ciudad, en medio, exacto, de la selva.

En la selva amazónica me salvó, directamente, el clima veraniego de la selva y en París, me salvó una mujer. Y no diré su nombre, porque su nombre es el aliento mismo de alguno de mis versos.

Después de esos dos incidentes, salvados con magistral pericia según los críticos, amaba ser viajante de comercio, embajador taciturno en grandes soledades y ahí, solía ver grandes cantidades de sangre y de dinero, mezclándose mansamente en las aguas claras del amor.

No había para mí, reposo ni sosiego. Vendedor ambulante, era expulsado de templos y pequeños pueblos, las mujeres amaban con desesperación mis desgracias.

Pensaba eso y era jinete de caballos invencibles o el amante perfecto de la mujer más bella o el inteligente navío que cruzaba sereno las costas del saber.

Vendedor de fruta al por mayor en grandes mercados internacionales, estuve más cerca de ser contrabandista que científico, y sin embargo, aquí me tenéis, blandiendo la espada de nuevos pensamientos, siendo el ejemplo vivo de lo que sería la intervención del psicoanálisis en el pensamiento contemporáneo.