Al supermercado entré con una actitud que no me era propia. Me di cuenta por el modo de mirarme y decirme, de los dependientes del supermercado y de algunas vecinas.
- ¿Qué le pasa hoy, Bella?
- ¿Hoy no ha llegado el día para ti, pequeña?
- ¿Quién se ha llevado la sonrisa de la bella?
- ¿Mal de amores, señorita?
Esta última frase hizo en mí un impacto de herida, de sol, de belleza, y pronuncié en voz alta:
- Ese joven de 33 años tan parecido a Jesucristo es un hombre, es un hombre, es un hombre, por lo tanto marica como todos los hombres.
Y ahí, extendí mi brazo derecho como si fuera a volar y, señalando la puerta del supermercado, apareció Jesús, ese joven de 33 años tan parecido a Jesucristo, llorando, suplicando a los gritos que no le abandonara. Y el degenerado, tanto me necesitaba que me mintió:
- “Para vivir contigo, querida, soy capaz de ir a trabajar”.
Yo me abrazaba llorando a ese hombre iluminado y le decía:
- No es para tanto, Jesús, no es para tanto.
Me desperté al ruido del despertador sin angustia.
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